martes, 18 de agosto de 2015

De helados, veranos y tránsitos de niño a hombre:


Llamadme tremendista si quieren, pero es que esa es la sensación (una especie de confusa mezcla entre engaño, desolación, abatimiento y más cosas por el estilo) que me entró por el cuerpecito cuando hace unos días me acerqué a un puesto de helados con la intención de endulzarme un poco los morros y ya de paso rememorar los remotos y añorados tiempos de mi infancia.

En mi casa siempre hemos sido mucho de los helados de toda la vida: al corte, conos, bombón, sorbetes y almendrados varios. Concretamente mi padre. Era y sigue siendo un gran admirador de estos últimos, los almendrados. No deja escapar el momento para deleitarse con un Chococlack (de Nestlé) o el aquí fotografiado Feast Super Choc (de Frigo), a los que no da tiempo que se derritan ni siquiera un tanto.

Al parecer, su primogénito heredó entre otras cosas su gusto por "los polos de palo" ya sea verano o invierno. Y eso que le agradezco. De veras que sí, que para la de sinsabores que presenta la vida, es  necesario saber darse un gustazo de vez en cuando.

Mi primer recuerdo en torno al mundo de los helados se sitúa a inicios de los 90. A los pies de uno de aquellos carteles de los puestos de helados en los que figuraban los tipos y los precios. La visión se me hacía gigantesca, inabarcable… Me avasallaba e intimidaba. Y no es una forma de hablar, es que era así. ¡Lo que es ser un niño!

También recuerdo que mi radio de acción a la hora de poder elegir un helado se veía mágica y drásticamente reducido por una línea imaginaria que se trazaba desde los Minimilk a los Popeye. Si a mi pequeño dedo índice le daba por apuntar un poco más allá de esa frontera, mi madre se encargaba rápidamente de bajarme el brazo a la par que me contaba milongas para no comprarnos a mi hermano y a mi el helado novedad de esa temporada que solía ser, por supuesto, unas cuantas pesetas más caro. Frases como "niño, mejor los de crema que están más ricos", "esos no que son los caros y se te caen que eres torpe", "los de hielo no que se derriten" o "ya veremos mañana tu garganta" siguen muy pero que muy presentes en mi vida.


Ahora nos encontramos en 2015, he crecido lo suficiente como para poder mirar aquellos carteles desde bien arriba. No hay Líneas Maginot que valgan. Los Magnum y demás helados graaaandes y novedosos que antaño eran mi sueño inalcanzable, pues eran un lujo, se me presentan hoy mismo al alcance de la mano con tal facilidad… ¡Pero ay! Los sabores de la infancia, dulcificados por el paso del tiempo, se hacen aún más irresistibles y deseables. Y es ahora, más que nunca, cuando me ha entrado el antojo irrefrenable de probar nuevamente los Drácula, los Twister, los sorbetes de horchata, de menta y los almendrados. Craso error.

Este mismo verano he realizado una prueba de contraste de los helados de antes y ahora. El resultado es, simple y llanamente, que han encogido una barbaridad. Que sí, entiendo perfectamente y tuve en cuenta en el análisis que nuestras manos y estómagos son más grandes que cuando éramos críos, pero recuerdo perfectamente que el núcleo gelatinoso de fresa de los Drácula era enorme y que la base de vainilla era eso, la base. En cambio, ese orden se ha invertido, para nuestra desgracia. Lo mismo ocurre con los almendrados tipo Chococlack o Super Choc. Ese corazón de chocolate que se fundía suavemente en la boca ha dejado paso a un resto casi imperceptible al paladar… Y eso es evidente. Una pena.

Finalizando que es gerundio. Podría realizar con este escrito una especie de denuncia, moraleja o sermón en plan 'cualquier tiempo pasado fue mejor' o 'aprovecha las cosas buenas porque mañana alguien se encargará de convertirlo en una cagarruta bien grande' o…  Pero vamos, que recapacitando me resisto a ello.


¡Disfruten del día, de la noche, de este verano y de la vida toda con un helado en la mano!

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